lunes, 11 de marzo de 2013

Carmina

Libro IV, Carmina

Carmina es sobre todo sinónimo de lucha. No de lucha contra nadie, sino de lucha como espíritu. Aunque cuando uno lo tiene, siempre hay alguien que se empeña en ponerte palos en las ruedas. Mi madre no duda en presentármela como paradigma de mujer hecha a si misma. Mujer independiente y venida a más. Salió de Villegas, que es un pueblo tan especial que se parece a todos los otros de Castilla. Apenas superaba los once años cuando se vio obligada a salir de él. Porque en Castilla la Vieja los niños maduraban a base de rugidos de tripas y las alegrías solo llegaban en época de matanza.
Villegas es un pueblo de camino al mío, donde el sol al ponerse también sangra y uno se mete a la cama helado dudando que al día siguiente vuelva a salir. Cuando íbamos al pueblo apenas lo veíamos por los botes que dábamos en el R12 porque la N-120 estaba hecha a base de escupitajos de brea y grava. Está muy cerca de aquel Burgos capital, lleno de curas, monjas y militares en el que había que pedir permiso hasta para morirse.
Los niños ayudaban, desde que podían andar, en las tareas cotidianas e iban a la escuela porque les decían que si aprendían a escribir, podrían mandar una carta a los Reyes Magos y éste les traería un buen marido y montañas de pan mojado en leche condensada. Los hombres se dejaban la espalda en el arado o en las eras y dormían mirando al cielo unas veces para que lloviese y otras para que no. Las mujeres hacían morcillas y un sinfín de derivados del cerdo, bordaban y por el antruido vestían a sus hijos de chiborra. Y había adobero, cantero, zapatero, herrero, trillero, carretero y hasta pregonero. Los maestros enseñaban a leer con la desesperanza de quien abre una puerta sabiendo que la mayoría nunca iba a poder traspasarla.
Carmen lo hizo. Primero se fue a un colegio de Barcelona, con tan solo 11 años, para ser monja. Cualquier cosa con tal de evitar esos rugidos a la noche. El clero era una salida más práctica que vocacional por aquel entonces. Las monjas le invitaron a marcharse al ver su rebeldía y escasa vocación de asentir. Con tan solo trece años vino a Burgos a servir en una casa y cuidar niños. En España todos los hijos de padres ricos son cuidados por mujeres pobres.
Después se marchó a Salamanca para hacer un curso en el PPO de peluquería y luego otro de maquinista de confección industrial, que entonces tenía mucha salida. Consiguió una beca para estudiar Técnico Administrativo en la Universidad de Cáceres y al terminar se vino a Vitoria, donde su hermana vivía con mí madre, y como eran pocas en la pensión de Ludi, pues aquí que se vino por trescientas pesetas al mes.
Y mientras trabajaba en Ugara y en tornillos Armentia hacía Graduado Social, a las noches, porque cuando uno para de hacer cosas se cae y Carmen no nació para caer ni para vivir de rodillas. Se negó a hacer la prestación social que los amigos del régimen organizaban en la Sección Femenina y posteriormente se vio enfrentada, como presidenta de las mujeres empresarias, a aquellos patriotas que te convencían de lo maravilloso que era su país con una pistola encima de la mesa y el silencio cómplice de la calle. Alternó el estudio de la carrera de Derecho, con la dirección del despacho profesional.
Carmina se va a jubilar. Ha vendido su asesoría, en la que llegaron a trabajar trece personas. Ya está cansada de pegarse con un mundo cada vez más avanzado y una gente cada vez menos. Fue la primera en recurrir al Constitucional una pensión de viudedad -por unión de hecho-que habían negado a una mujer que llevaba toda una vida limpiando calzoncillos, sin la precaución de casarse antes. En el tribunal eran demasiado hombres para entender a una mujer. Pero sobre todo para mi es un nombre propio que se oía mucho en mi casa cuando mi madre hablaba con mi tía sobre sus primeros años en Vitoria. Alguien que la ayudó a encontrar trabajo cuando, tras criarnos a todos, quiso volver a trabajar. Una persona que ha dado más que ha recibido.


Carmina y su hermana en las oficinas de UGARA

La escuela de Villegas

lunes, 4 de marzo de 2013
















Libro III,Petri la nicetina

Para mí es Petri la de Macotera o la de la pollería. Tuvo un puesto de pollos en el Mercado de Hebillas durante veintiocho años, hasta que la gente dejó de tener tiempo para ir a comprar comida. Era uno de estos puestos a los que nuestras madres iban y en cuanto llegabas ya sabían lo que querías, y te preguntaban por tus hijos, que siempre estaban bien, y charlabas y te enterabas de que a la Paquita le había tocado un buen pellizco en la lotería y que ya no venía por ahí y que a la Emérita había pillado a su marido en la cama con otra. Donde te apuntaban lo que debías. Y al día siguiente había que venir a por unas alitas, para ver si había novedades o porque no hablasen de una.
En realidad no hacía sino seguir la tradición familiar. Su padre empezó de vendedor de comestibles con un burro y dos alforjas donde vendía de todo y de nada. Luego lo cambió por un carro en el que vendía más o menos lo mismo y más adelante incluso puso un ultramarinos en el pueblo. Petri recuerda el ruido que hacían los ratones tratando de acceder a las viandas y el juego de trileros que era tapar las huras y destaparlas. Porque en Macotera tenían más miedo de los ratones que de los toros.
Su vida laboral empezó temprano, como era habitual en aquella época. Con tan solo 15 años comenzó en el taller de confección “Juan XXIII” por siete mil pesetas al mes y sin contrato. Me cuenta que muchos meses ni les pagaban pero dice que siempre había buen ambiente. Por Santa Lucía hacían una fiesta de disfraces en la que recuerda estaban Petri la taconas, Manola la hornera de madrina, Isabelita la carrocha vestida de novio y ella, Petri la nicetina, vestida de novia. Los niños siempre jugábamos a ser mayores, ignorantes de lo aburrido que resultaría. Uno piensa en todas estas cenicientas de adobe, y las ve en blanco y negro, y también hay una mala que se sale siempre con la suya, y el baile siempre termina antes de tiempo.
Petri era planchadora. Uno no puede evitar pensar en el cuadro de Olano, en aquellos blancos sobre más blancos y en jornadas inagotables, charlas animadas y cuellos de camisa almidonados, para la burguesía madrileña. Petri soñaba con ir a bailar. Soñaba con San Roque, con el primer beso y con el Salón. Conoció a su marido de pequeña. Eran vecinos. Dice que les llamaban Romeo y Julieta, aunque ella no sabía entonces de su trágico final. En realidad nuestros padres nunca han sido unos buenos príncipes azules.
Nuestras madres siempre han mirado al pasado con bondad y al futuro con ilusión. Es el presente lo que no les ha gustado demasiado. Petri me cuenta que en San Roques ponían todos los carros alineados y unos jinetes traían a los toros, campo a través, hasta la plaza, donde su final estaba escrito. Metáfora de la vida, no solo animal. Carreras por la calle Peñaranda, sustos y gritos. Escaleras apoyadas sobre los carros y gente que, como en la vida misma, mira desde un burladero. Los pudientes que miran desde el balcón, silla y abanico en mano. Tiro al blanco en la caseta del tío ojazos, bailes en el salón del tío Fernando, fritos donde Paquito el churrero. La felicidad es algo que no se vive, se recuerda.
Petri sigue levantándose cada día en esa cama encima del colmado. Sigue oyendo la música de dulzainas y al vendedor de vinos voceando las bondades del morapio. Continúa bailando frenéticamente. Gira sobre si misma. A su alrededor hay caras conocidas del presente y del pasado que le hablan. Y escucha esa Loa en la que nunca saldrá su nombre. Es un mero adobe en una gran fortaleza azotado por las inclemencias. Canto sin música en un río que se secó pero en el que seguimos bañándonos. Petri es todas nuestras madres.

lunes, 25 de febrero de 2013

se cerró el telón


un rincón del boulevard



un rincón del boulevard 2




un rincón del boulevard 3




un rincón del boulevard 4



un rincón del boulevard 5




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un rincón del boulevard 9

domingo, 24 de febrero de 2013

las geromillas

Libro II, las Geromillas


Toñi es mi suegra. Siempre ha sido la caperucita roja de Adurza, por los paseos que se daba con comida para su madre Gertrudis y su hermano Pedro. La primera superó la centena de años y el segundo era inválido. Los dos vivían en el piso de Adurza donde la familia había comenzado su andadura en Vitoria. Recuerdo como Gertrudis siempre me enseñaba las piernas con orgullo presumiendo de no tener varices, mientras Pedro hablaba de actores que yo no conocía y de películas del oeste. O se quedaba traspuesto entre dos frases por el vino y la medicación. Nuca quise despertarle porque sospechaba que la vida que soñaba era mejor que la que llevaba Una murió de vieja su hijo no despertó de uno de sus sueños. En realidad todo empezó años atrás con su hermano mayor Francisco.

Francisco nació en Macotera, Salamanca, hace 82 años. Era el primogénito entre los varones de la familia Zaballos y estaba destinado a marcar el paso. Lo hizo primero en la mili, en Ceuta, donde conoció a una monja de Oñate que le dijo que allí había mucha industria y mucho trabajo. Así de sencillo era cambiar tu futuro cuando no tenías miedo de perderlo todo, o cuando “todo” no era gran cosa Ni corto ni perezoso se plantó allí y empezó a trabajar en la empresa oñatiarra GARAY que había cambiado su actividad de hacer cerillas, por la de fabricar paraguas, al monopolizar el Estado la producción de las primeras.

Resulta que un día en la empresa le preguntaron si en su pueblo había muchas mujeres que quisieran trabajar y ante su respuesta positiva mandaron un autobús vacío que volvió lleno de mujeres, como el de Plan para los solteros, dispuestas a labrarse un porvenir. Allí iban Toñi la pajarera, Isabelita la porretina, las bellotas y como no, algunas de sus hermanas, las geromillas. Porque en Macotera en lugar de apellidos las personas tienen apodo.

La cosa se torció cuando un buen día Francisco fue a San Sebastian a hacer una entrevista para ir a trabajar a Alemania y le sancionaron con ocho días sin sueldo. Fue tal fue su enfado que se marchó a Basauri a otra empresa de paraguas, la actual Esmaltaciones San Ignacio. Allí se llevó a sus hermanas Ana, Tere y a su familia y allí llegó otra hermana, Toñi. Poco después la empresa se mudaría a Vitoria donde hoy se debate entre la vida y la muerte, y las geromillas, como los siervos de la gleba del siglo XX, y no sin cierto escepticismo, le siguieron. Dicen que no había buen baile en Vitoria. Aunque les habían hablado del de la Florida, decían que los hombres eran pequeños y poco corteses.

Ana y Toñi hablan sin parar. Enlazan sus historias compulsivamente. Me cuentan que su padre era el encargado del “pósito”, que era una especie de fondo que tenía el ayuntamiento del que la gente sin dinero tomaba prestado dinero que pagaba luego mensualmente. Parece ser que sus padres también se vinieron a Vitoria al tener que vender poco a poco todo lo que tenían para poder alimentar a nueve bocas. Aseguran que nunca han pasado hambre. Dicen que su madre tenía alma de rica. Incluso recuerdan que su madre solía comprar la “bula” que permitía comer carne en cuaresma. Hasta que no hubo nada que vender, ni nadie que les fiara.

Les encanta bailar y conocieron a sus maridos en el baile, aunque esa fue probablemente la última vez que ellos bailaron. Ponemos música y me enseñan el pasodoble, el bolero y el fox. Me enseñan qué barata puede ser la felicidad. Toñi recuerda aquella ocasión en que le siguió un toro, que es además un sueño recurrente. Se mueren de la risa recordando aquel burro tozudo que llevaban al río a lavar y que un día no quería volver mientras la noche acechaba, o la vara que llevaban a la panadería en la que le hacían mellas según el pan que llevasen, o algunos de los crímenes que en Macotera sucedieron, como el de aquel amante que mató a su amada porque su madre la había juntado con otro.

Las dos conocieron a sus maridos en Vitoria. Vicente había venido de Valdespina-un pueblo de tres casas y dos habitantes de Soria- animado por el cartero que le conminó a preparar oposiciones de correos, por carta. Eusebio de un pueblecito de Burgos a trabajar a Michelin y hasta estuvieron un año trabajando en Francia. Vicente también estuvo de patrona mientras trabajaba como eventual en correos, esperando que saliese una oposición. Me dice que pagaba tres mil pesetas en un a fonda en la calle Benito Guinea y que con un sueldo de tresmilquineintas, las comidas de la Gertrudis terminaron por ganarle el corazón.

sábado, 23 de febrero de 2013

velillas de duque


austero




camino del río



el palomar




la cochera



desde la fuente



la fuente

Libro I, Lourdes





Lourdes es mi madre. Aunque supongo que ella ha pasado el mismo tiempo conmigo que yo con ella, es curioso que ella sepa mucho más de mí que yo de ella. Supongo que cuando ella me preguntaba qué tal en el colegio, yo respondía que dónde estaba el traje de fútbol, aunque ya no juego a fútbol y no me acuerdo de qué tal fue el colegio. Supongo que no muy mal.

Es una de las mejores madres del mundo, dado que cada madre lo es. Nació en Velillas del Duque, un pequeño pueblo cerca de Saldaña. Un pueblo con una calle, pero ¡qué calle! De pequeño jugábamos allá la cadeneta y se me hacía eterna. Había una zona hacia el final en que los cantos eran gordísimos y con la bici había que subirse a la acera. Al final de la calle estaba la escuela, el pozo y el lavadero. Allí siempre estaba la Felisa lavando ropa a pesar de que siempre llevara la misma. Detrás, las eras, donde íbamos a trillar. Bueno yo iba y venía pero otros estaban allí todo el día. Luego estaba ese paseo hasta el río al lado de campos de trigo y palomares que al atardecer se llenaba de mosquitos. Herminio, mi abuelo, siempre estaba regando en la poza, incluso cuando no había nada plantado. Se movía tan despacio que ni los cínifes le veían.

Parece que de repente a todos los del pueblo les dio por tener hijos a la vez y además el que no era primo era hermano. Y fueron todos a la escuela en este pueblo en que habría cincuenta habitantes y quince niños y mientras unos hacían las tablas de multiplicar los otros bordaban y el que no quería, pues claro, no hacía nada. Tenían en la pared dos fotos de tipos con uniforme militar y rostro serio y un crucifijo en medio. También esos pupitres inclinados que se abrían para guardar los libros, aunque de eso no tenían. Además había tinteros y algún que otro cuaderno en que hacían grecas y sumas a la vez. Yo que siempre pensé que los cuadernos eran infinitos y solo te comprabas uno nuevo cuando empezaba un nuevo curso. Incluso estaba la regla esa con la que les daban en los dedos cuando fallaban en cálculo, aunque tampoco duele tanto. Lo mismo es que me falta práctica, o que no se lo puede hacer uno a sí mismo.

También tenían un mapamundi en que hacían la foto a final de curso. De hecho mi madre ya tenía cara de madre en esa foto. Creo que siempre ha sido madre desde que le hicieron aquella foto. Primero lo fue mía, y luego de mis hermanos, claro. Pero en medio también lo fue de mi padre, de mi tío Jose y de mi tía Merche, y ya últimamente de mis abuelos, porque hay un momento en la vida en que los padres se vuelven como hijos, olvidan las cosas y les tiemblan las piernas. Mis abuelos pasaron en Vitoria sus últimos días. A mi abuelo se le quedó la misma mirada que cuando miraba al río desde la poza, aunque estuviese en el teleclub de Adurza echando un dominó. Eso sí, seguía acertando qué fichas teníamos los demás.

Lourdes vino a Vitoria a principios de los setenta, con dieciséis años, a estudiar a un colegio de la Sección Femenina en Judizmendi, donde daban administrativo y donde decían salías colocada. Ya en el último curso, tercero, cuando iban a cerrar el colegio, buscó una patrona y un trabajo en una distribuidora. Luego cambió a una empresa de Murguía, Talleres Zuya, y hasta se mudó de pensión por una más céntrica, en la calle Siervas de Jesús. Allí vivía la Ludi, la patrona, y muy cerca su hermano Adolfo que era el marido de Engracia, una mujer que recuerdo nos hacía unas croquetas buenísimas siempre que la visitábamos.

Me cuenta que recuerda perfectamente el viaje a pie de una casa a la otra. Sola, con su maleta roja, que era su única posesión en aquellos momentos. Y pienso yo que tiene que ser grande que todo lo que tengas quepa en una maletica, sobre todo porque te obliga a mirar hacia delante.
En la nueva fonda, compartió habitación con María Jesús hasta que llegó mi tía. Ahora lo llaman “efecto llamada”, aunque a mí siempre me ha sonado a algo animal. Bueno pues al llegar mi tía, no solo compartía habitación sino además cama con ella porque el piso era céntrico y las viandas mejores, pero sitio había el justo. Dice que la maleta roja estaba debajo de la cama, siempre a medio hacer. Porque primero vino mi tía y luego vino mi tío, no porque te llamasen, sino porque en el pueblo había poco y la mitad de poco es nada, aunque los matemáticos lo duden y porque Franco estaba moribundo y en España creímos que podríamos ser por fin un país. Y los demás del pueblo se dispersaron igualmente por toda la geografía española en busca de un futuro. Y sí, son emigrantes, pero no porque se hayan marchado, sino porque tienen un sitio al que volver.

Y resulta que mi padre Eduardo era el sobrino de Ludi, la patrona, y los domingos iba a comer a aquella casa, y mi madre, mi tía, María Jesús y su hermana Carmina estaban invitadas a comer, y la cosa no estaba para rechazar convites. Mi padre se ofreció a enseñar a mi madre a conducir, porque ella estaba cansada de ir a trabajar con el gerente, que salía siempre tan tarde. Y al poco se casaron y al año nací yo, y mi madre cambió las muñecas- con las que hasta no hace mucho jugaba- por mí, que era a buen seguro mucho más entretenido, en el sentido de tener siempre algo que hacer.

Yo ya sabía que era de Castilla por esa manía de tener siempre la casa como si fuesen a venir invitados pero sin invitar a nadie, y por ese hábito de llevarme al médico casi a diario, y por lavar la ropa aunque estuviese limpia, y por las torrijas y las orejuelas, y por el cocido de vigilia y por ventilar la casa aunque estuviésemos fuera a menos diez, y desde luego por estar más pendiente del qué dirán que de qué decir.

Pues resulta que mi madre siempre ha estado igual que en esa foto que le hicieron en la escuela. Hasta que he dejado de verla a diario no ha empezado a envejecer. Y ahora se ha apuntado a inglés y a fotografía, y hasta a la universidad. Me llama a diario para que le haga los deberes y es que siempre hay un momento en que los padres se vuelven hijos, aunque los hijos sigamos siendo hijos.